LA
VIOLACIÓN
A LA EMBAJADA DE BRASIL
Soy hija de Alberto Abreu Morel, original de La Vega, criado en Santiago de los Caballeros, y de Luz Piña de Abreu de Ramón Santana. Yo nací en Puerto Plata. Cuando ocurrieron los hechos que aquí describo, vivíamos en la capital, rebautizada entonces como Ciudad Trujillo. Mi padre era perito contador y mi madre era ama de casa. Mis padres eran miembros activos de la Iglesia Evangélica Dominicana. Yo asistía al Colegio Evangélico Dominicano, mis hermanos Héctor y Ricardo asistían al Colegio Luis Muñoz Rivera y mi hermano mayor estudió el último año en el Liceo Dominicano.1 El 7 de julio de 1960, cuando yo tenía once años, mi familia se asiló en la embajada de Brasil lo que resultó en un sangriento episodio que enlutaría a mi familia y que una vez más pondría de relieve los despiadados métodos que usaba el régimen para controlar al pueblo por medio del terror y mantenerse en el poder por medio de la violencia.
Recuerdo que mi madre comentaba después de que salimos al exilio que cuando a mi padre le decían los amigos que no podían involucrarse en la resistencia contra la dictadura porque tenían hijos, él les contestaba que “todos tenemos familia y si nos llevamos de eso nunca nos quitaremos este flagelo de encima”. Por eso, a pesar de que tenía cuatro hijos, mi padre sintió la obligación de poner de su parte y contribuir a la oposición que trataba de ponerle fin al régimen sanguinario. Mi madre nos decía que en los últimos años mi padre se sentía desesperado ya que no veía la luz al fondo del oscuro túnel que representaba la larga y violenta dictadura. Le dijo varias veces que no quería que sus hijos llegaran a ser adultos sin conocer otra cosa que vivir bajo semejante régimen de opresión y que era urgente luchar por un cambio.
Trujillo no le había dejado al pueblo ninguna opción pacífica de resistencia ya que en la práctica no existían las libertades públicas, ni se respetaban los derechos civiles, ni los derechos humanos. Había verdaderamente un solo partido político, el suyo. Las víctimas de la dictadura, por demócratas que fueran, incluyendo a las víctimas por cuestiones no políticas, eran automáticamente tildadas de comunistas, una palabra que tenía el poder mágico de dar licencia abierta para torturar, eliminar y despojar de sus bienes a cualquiera que no le conviniera o que no le agradara al dictador, a algún miembro de su familia o a los jerarcas del régimen. Era una isla altamente militarizada en que la población vivía aterrorizada por los abrumadores servicios de inteligencia y seguridad, las desapariciones, torturas y amenazas. No existía ningún poder interno que defendiera ni al individuo ni a la sociedad en general. Se trataba de un pueblo desprotegido, aislado del mundo externo y férreamente subyugado.
Recuerdo que siendo una niña y a pesar de todo el esfuerzo que mi padre hacía por crear un ambiente de normalidad en el hogar y tratar de bloquear en lo posible toda impresión negativa de lo que estaba padeciendo el país, algunas veces yo me despertaba en medio de la noche sintiendo un enorme peso sobre mi pecho, como si la pesada atmósfera de opresión y miedo que yo absorbía inconscientemente me estuviera sofocando. Recuerdo que en esos momentos yo me preguntaba, aún con la limitada conciencia de una niña, si el resto del mundo no se daba cuenta de lo que nos estaba pasando, si no había alguien que hablara por nosotros y que le contara al mundo. Yo sentía el aislamiento, el acecho del terror y ya a esa edad yo sentía que nuestras vidas no nos pertenecían.
Desde que fui adulta, siempre me ha sorprendido que una niña como yo pudiese sentir tan íntimamente la realidad del peligro que imperaba aún sin haber visto todavía ningún acto violento. Creo que yo tendría unos ocho o nueve años de edad cuando empecé a sentir miedo porque sé que eso yo lo sentía desde varios años antes de salir del país a los once años.
Parece que ese fenómeno, el del terror y la amenaza que se condensan en el aire que nos rodea, como si parte del alma de los pueblos severamente oprimidos se les escapara y quedara suspendida en el aire, es algo peculiar de los países bajo dictaduras extremas. Digo esto porque ese mismo fenómeno extraño, el del terror que se aloja en el aire en forma palpable, me lo han contado amigos que vivieron bajo las sanguinarias dictaduras de Centroamérica y otros que visitaron a Guatemala en los años setentas y ochentas. Aún cuando eran sólo visitantes, sentían el terror en el aire que los rodeaba desde el momento en que entraban en el aeropuerto, en el hotel, en cualquier parte, de día o de noche. Estoy segura de que los extranjeros que llegaban a Ciudad Trujillo sentían lo mismo. El terror se respira, sin haber visto nada, sin que te lo cuenten.
Trujillo trataba de mantener un control total sobre toda información que pudiera entrar o salir del país para evitar la condena internacional y mantener al país aplacado. Internamente, la prensa no podía informar nada negativo sobre el régimen ni la economía porque todos los medios de comunicación estaban políticamente controlados por el gobierno. Nadie se atrevía a expresar a través de esos medios ningún tipo de crítica sobre la situación económica o política, por sutil que fuera, porque pagaría amargamente las consecuencias. Cualquier gesto o frase que pudiera ser mal interpretado podía ser motivo para ser detenido y terminar torturado y desaparecido. Ni siquiera en las conversaciones privadas las personas se atrevían a quejarse de la situación a menos que fuera con una o dos personas de muchísima confianza y en voz muy baja. Recuerdo oír frases dichas en voz baja en mi casa tales como “se llevaron al hijo de sutano”, “soltaron a mengano de la cárcel, tiene la espalda como un libro”, yo me supuse que se refería a las cicatrices de las quemaduras causadas por las torturas.
A pesar de ese control totalitario, mi padre trató de crear métodos pacíficos de lucha antes de optar por acciones violentas porque era un cristiano de fe personal y un demócrata convencido. Lo que sé sobre las actividades de mi padre en contra de la dictadura es lo que me contaron mi madre y mi hermano mayor después de que salimos del país.
Sé que una de las cosas que mi padre hacía era diseminar información y críticas contra el régimen colocándo pasquines o folletos en forma clandestina en las tiendas, restaurantes, taxis y parques. Con esto, trataba de despertar la conciencia de un pueblo que, después de unos 30 años de totalitarismo personalista, en su mayoría no sabía que, por ser seres humanos, tenían derechos autónomos e inherentes acorde con el concepto civilizado y espiritual del ser humano. Recuerdo que en las salas de muchos hogares y en las calles se exhibían letreros que decían: “Dios y Trujillo”, “En esta casa Trujillo es el jefe”, “Todo se lo debo a Trujillo”. Se trataba de un pueblo que casi había perdido la identidad propia y los símbolos de la nación ya habían sido absorbidos por la imagen endiosada del dictador.
Mucha gente realmente creía, como fieles vasallos, que todo lo que tenían se lo debían a Trujillo, sin preguntarse sobre el origen y el derecho de esa sacra potestad, como si desde la prehistoria, Trujillo hubiera sido el dueño y señor del país, con el derecho incuestionable a disponer de tierras y bienes, a escoger mujeres para su deleite y a cercenarle la vida al que no le conviniera. Además, y como para confirmar el derecho divino de donde parece que provenía su poder absoluto, ya su hijo Ramfis se perfilaba como el heredero natural del trono de hierro.
Mi hermano Héctor, quien acababa de cumplir 15 años en junio, varias semanas antes de nuestro asilo, ayudaba a mi padre en esa actividad de difundir información porque mi padre tenía que contar sólo con personas de mucha confianza. También me contó mi hermano mayor, Alberto, que la organización secreta que mi padre creó había logrado penetrar los servicios de inteligencia de Trujillo y que habían podido darle sobreaviso a personas contrarias al régimen de que estaban por ser detenidas para que se escondieran o se asilaran. De hecho, mi madre recientemente me contó que Los Decenarios (nombre de la organización clandestina que él fundó) escondían a personas que estaban por ser detenidas. La estructura que le dio a la organización constaba de pequeñas células de tal forma que si alguien caía en manos de los calieses y hablaba por las torturas, sólo podrían detener a pocas personas.
En un artículo que los directores del Colegio Instituto Evangélico Alberto Abreu le pidieron a mi hermano Alberto que escribiera para un evento, mi hermano escribió en la década de los noventas: "En mi casa, después de las diez de la noche, con tijeras y periódicos, recortábamos palabras para pegar en hojas de papel; y así confeccionábamos volantes antitrujillistas que eran depositados en vehículos de transporte público y en otros lugares, haciendo sentir la existencia de oposición al régimen."
Renunció a su cargo de auditor en el Hotel Embajador para incorporarse a un trabajo que le permitiera movilizarse de un lado a otro y así trabajar en contra del régimen sin despertar sospechas, aunque esto representó una reducción significativa de sus ingresos. Inclusive, en el último año se deshizo del carro para poder desplazarse en taxis y a pie con el fin de tener una excusa de ir parando en lugares publicos y encontrarse con colaboradores o ir entrando en negocios y asi poder dispersar disimuladamente la propaganda antitrujillista. Dejaba hojas y panfletos antitrujillistas en lugares públicos, en oficinas (dentro de las revistas) y en los taxis. Fue tal su empeño y desesperación por contribuir a derrocar la dictadura que poco a poco abandonó todas sus actividades en la iglesia y su participación en los deportes y actividades con sus hijos para poder dedicarle la mayor parte de su tiempo no laboral a sus actividades antitrujillistas. La obsesión de mi padre por ver el país liberado del régimen despótico y rapaz no era más que un reflejo de la desesperación generalizada que se respiraba en la población urbana y en varias regiones rurales, especialmente en los dos últimos años cuando se intensificó la represión y cuando el pueblo, agobiado por el terror y los abusos, empezaba a perderle el miedo a la muerte.
Al cabo de un tiempo había evidencia de que mi padre estaba bajo la mira de la seguridad secreta del régimen. Se daba cuenta de que lo seguían y lo observaban. Recuerdo que empezó a pararse un hombre en la esquina cerca de la casa a leer el periódico y mi padre decía que era un calié. Por varios indicios e incidentes, se daba cuenta de que a él mismo le estaba llegando la hora y que tanto él como su familia corrían serio peligro.
Bajo la dictadura de Trujillo, especialmente en la segunda mitad del régimen, irse al exilio solo y dejar atrás a la familia era exponer a los miembros de la familia a las amenazas y hasta al asesinato por simple asociación familiar, a que las mujeres fueran vejadas si eran atractivas o a que se quedaran sin medios de manutención porque les negaban los trabajos. Precisamente, dos de mis tías, Divina y Gloria Piña, perdieron el trabajo que habían tenido por años sólo dos semanas después de nuestro asilo en la embajada.
Una persona sola, después de complicados y excesivos trámites, y si no estaba en una lista negra, podía salir del país en algún viaje de negocios o por enfermedad si dejaba atrás a la familia directa, pero era extremamente difícil que una familia entera pudiera salir del país. Sólo las familias que estaban conectadas al régimen o cuyos padres habían sido militantes activos del Partido Dominicano por años, es decir, las que tenían incuestionables credenciales trujillistas, eran las que podían obtener el permiso de salida, y no tantas. Además, me contó mi madre que cuando una persona salía del país en algún viaje de negocios, al regresar tenía que devolverles el pasaporte dominicano a las autoridades en el aeropuerto de Ciudad Trujillo. Era así como Trujillo evitaba que hubiera un éxodo masivo de dominicanos hacia el exterior y que afuera se divulgara lo que realmente estaba pasando dentro del país.
Sé que por lo menos en una ocasión mi padre habló con un oficial extranjero o con el capitán de un barco, no sé si de carga o de turismo, para ver si nos dejaban subir de incógnito en el barco y así escapar, pero esto le fue negado. Desesperado, en un país cuya única frontera era la de Haití bajo Duvalier (o sea que tratar de cruzar la frontera era prácticamente caer en las mismas manos porque Duvalier colaboraba con Trujillo), mi padre decidió que la única salida era buscar asilo en una embajada.
Sabiamente, escogió la embajada de Brasil entre varias por dos razones. Primero, porque Brasil es un país grande y bastante poderoso, por lo que creyó que no se atreverían a violar esa embajada. En segundo lugar, no era una embajada aislada ya que estaba situada frente a un edificio de oficinas (creo que el Ministerio de Educación) en la avenida Máximo Gómez. Mi padre creyó que no se atreverían a crear un incidente violento en un lugar donde habría tantos testigos. En mis recientes investigaciones, encontré múltiples pruebas de que los calieses alrededor de las embajadas tenían la orden del SIM de disparar a matar a todo el que tratara de asilarse en una embajada (ver página Artículos), pero eso no lo sabía la población, ni mi padre.
En esos años yo no estaba al tanto de las actividades que mi padre realizaba en contra de la dictadura puesto que yo era una niña. Me sorpredió cuando una noche me dijo que al día siguiente nos íbamos a asilar en una embajada. Sé que me lo informó la noche anterior porque él sería incapaz de hacerme participar en semejante actividad sin que yo lo supiera o engañada, pensando que se trataba de otra cosa. Me dijo que estaba seguro de que todo saldría bien. Recuerdo que esa noche yo estaba muy emocionada. Con optimismo infantil me acosté con un sentido de alegre expectativa pensando en el viaje al exterior y todas las experiencias nuevas que tendría fuera del país sin sospechar sobre la violenta tragedia que nos esperaba al día siguiente.
La mañana siguiente mi madre escogió para mí uno de los bonitos vestidos que me ponía para ir a la iglesia los domingos. Ella iba vestida de luto. Ya mi padre había salido de la casa más o menos una o dos horas antes para pagar, según nos contó mi madre, todas las cuentas que tenía pendientes y no dejar a nadie sin su debido pago (dentista, electricidad, etc.). No sabemos si también hizo otras diligencias. Después, mi padre y un amigo que cooperaba con él en la resistencia, Eugenio “Ligó” Cabral, nos recogieron en una esquina acordada y manejamos hasta una calle aislada. Cuando me monté noté que le habían puesto una plancha de metal gruesa en la parte trasera de la camioneta cerrada (station wagon) como protección y me cuenta mi madre que también le pusieron planchas en los lados, pero esas yo no las noté. Nadie decía una palabra. Paramos al final de una calle aislada y, en forma casi mecánica, mi padre, Ligó y mi hermano mayor Alberto (él acababa de cumplir 16 años en mayo) se pusieron una sotana de cura color crema por encima de la ropa. También se pusieron un crucifijo de metal colgado encima de la sotana. Los tres iban sentados en el asiento delantero mientras que mi madre, Héctor, Ricardo y yo íbamos en el asiento de atrás. En todo el trayecto nadie decía una palabra excepto algunos intercambios casi monosilábicos entre mi padre y Ligó Cabral.
La idea era que si nos obligaban a parar antes de entrar en la embajada y si nos interrogaban, la historia sería que se trataba de una viuda con sus hijos que quería emigrar al Brasil y que la orden de curas la estaba ayudando con los trámites. Aquí deseo declarar en forma categórica y clara que ninguno llevaba arma de fuego, ni de filo, ni de ningún tipo. De hecho, mi hermano Ricardo dice que oyó a mi padre decir la noche anterior que iríamos completamente desarmados para que no pudieran alegar que éramos criminales si nos paraban.
Creo que alrededor de las 9:30 o 10:00 de la mañana, el carro se acercó a la embajada. Por lo que yo podía ver, en esos momentos la calle estaba vacía, con la excepción de un hombre vestido de civil que estaba parado en la esquina justo delante de la embajada, a un lado de la entrada. Trujillo tenía todas las embajadas resguardadas por los agentes secretos. Ligó era el que iba manejando y a varios metros de la entrada de la embajada de repente aceleró la marcha y viró rápidamente hacia la entrada de la embajada. Al notar esto, el hombre parado en la esquina sacó una pistola del saco, hizo un disparo y gritó “¡alto!” a la vez que el carro entraba a toda marcha dentro de la embajada. Sentí, un golpe, no sé si contra la acera o contra uno de los portones, seguimos rápidamente hacia adentro y luego el carro chocó contra un auto que estaba estacionado mucho más adentro.
De repente empecé a oír disparos por todos lados. Se trataba de muchas pistolas disparando al mismo tiempo. Mi mamá nos gritó “¡agáchense al suelo y griten!” lo que hicimos todos los que estábamos atrás. Mi hermano Alberto me contó recientemente que él miró rapidamente hacia atrás y vio a un calié sobando una ametralladora, trató de agacharse y cree que luego oyó la ráfaga de tiros entre los disparos. Yo le pregunté sobre eso a Ricardo y a mamá, pero ellos no recuerdan haber oído el sonido de ametralladora, posiblemente fue una ráfaga corta. Entre la lluvia de disparos y los gritos incesantes, sentía como si el mundo que yo conocía se desintegraba hacia un caos total. No sé cuanto tiempo pasamos agachados en el carro gritando y oyendo los disparos, pero me pareció algo interminable. Empecé a oír voces de hombres alrededor del carro. Oí que golpeaban los vidrios pero yo no podía ver nada porque mi cara miraba hacia el piso del carro. Mi madre me cuenta que ella gritó "abran las puertas o nos van a matar a todos". No sé si de inmediato o poco después, mi padre le dijo a mi hermano Albertico que abriera la puerta, lo que hizo mi hermano y trató de salir. En ese momento, mi madre vio cuando un calié agarró a mi hermano mayor y empezó a forcejear con él. Mi madre me dice que vio cuando el calié le dio una trompada a mi hermano en la cara. El mismo calié u otro (mi madre no está segura de dónde salió el disparo puesto que todo estaba ocurriendo muy rápido, pero ella cree que fue del mismo calié, que es lo que también recuerda mi hermano Alberto) le disparó en el estómago lo que hizo que mi hermano cayera en el suelo. Mi padre había salido del carro a defender a mi hermano y me cuenta mi hermano Alberto que papá agarró la mano del calié que tenía la pistola y con el otro brazo lo agarró del cuello logrando controlarlo por unos segundos para que no le disparara de nuevo. Mi hermano Alberto vio cuando, segundos después, otro calié le disparó a mi padre en la cabeza casi a quemarropa lo que hizo que mi padre se desplomara en el suelo (Este enfrentamiento yo no lo vi porque yo estaba agachada en el carro mirando hacia el suelo, mi hermano Ricardo me dijo que él tampoco lo vio). Lo anterior es algo que al fin logré que mi madre me lo contara recientemente ya que ella nunca ha querido hablar en detalle sobre la forma en que le dispararon a mi padre en la cabeza. Lo mismo con Alberto. A pesar de que sufre de trastornos post-traumáticos y de principios de demencia, ultimamente ha estado más comunicativo y logré hace unos días que contestara a mis numerosas preguntas sobre los hechos en varias conversaciones (si bien con su estilo breve de hablar). Alberto también me contó que luego a los dos, a él y a papá, los sacaron arrastrados hacia afuera de la embajada.2 Yo no me daba cuenta de lo que estaba pasando porque estaba agachada. Lo que sé es que después de que pararon los disparos, sólo oía los mandatos de los hombres alrededor del carro. En forma autoritaria alguien nos ordenó a los de atrás “¡salgan todos!” Salimos lentamente del carro confundidos. Al levantarme vi que Ligó estaba tirado en el asiento delantero con una herida en el estómago.3
Miré alrededor y no podía ver a mi papá ni a mi hermano Alberto. Como yo no vi lo que mi madre vio, al no ver a mi padre, me saltó a la mente una pregunta que nunca me hubiera pasado por la mente pues, por su manera de ser, siempre sentía que para mi padre, su familia era el eje y la razón de ser de su vida. “¿Dónde están papá y Alberto? ¿Se metieron dentro de la residencia y nos dejaron abandonados en el carro?” Confundida, sentí brevemente un extraño aguijón de traición o abandono, pero muy pronto tendría la respuesta a mis preguntas.
Los agentes nos ordenaron a que saliéramos del recinto de la embajada hacia la acera. Al virar, pude ver los ojos de las personas que estaban dentro de la residencia quienes miraban horrorizados por una especie de persianas en las ventanas. Mi madre me contó recientemente que ella también los vio. Yo iba detrás de mi hermano Héctor y vi que lo sacaban del recinto a punta de pistola sobre su sien. Al salir hacia la acera vi a mi hermano mayor Alberto tirado en la calle con dos agujeros de bala en el estómago. Tenía los ojos cerrados por lo que pensé que estaba muerto. Al pisar la acera miré hacia la derecha y ahí me impactó la horrible imagen de mi padre que nunca se borrará de mi mente. Le habían disparado en la cabeza y tenia el rostro deformado. Todavía respiraba por la boca llena de sangre, pero no sabía si estaba consciente. Sabía que respiraba porque la sangre le hacía burbujas en la boca. Además, a veces movía las piernas. Yacía en la sotana de religioso con los brazos abiertos a la vez que, de la misma forma, el crucifijo todavía le colgaba en el pecho. La amarga ironía de esas dos imágenes juntas es la que siempre ha creado una enorme contradicción en mi mente sobre la religión y la protección divina que nos enseñan que existe.
El lugar estaba lleno de agentes vestidos de civil (supuse que eran todos calieses) que daban órdenes por todos lados. No sé cómo pudieron llegar tantos hombres al sitio tan rápido ni de dónde salieron porque yo recuerdo sólo haber visto esa mañana a un solo hombre parado en los alrededores. Aparentemente Trujillo tenía las embajadas más resguardadas de lo que la gente se imaginaba.4
Mi hermano Ricardo, de 13 años, tenía una herida de bala en la cabeza por lo que sangró muchísimo (las heridas en la cabeza sangran profusamente), pero por suerte fue un impacto lateral y no le entró en el cráneo. Mi vestido estaba empapado de sangre en toda la parte delantera pero yo no sentía ninguna herida. Sólo sentía una leve quemazón en la espalda (resultó ser simplemente el roce de una bala fría). Estoy segura de que la sangre que había manchado profusamente mi vestido era de la herida de Ricardo ya que él iba sentado a mi lado en el carro.
Mi madre tenía una herida de bala en la muñeca pero parecía que no sentía nada, pues sólo trataba de ir a donde estaba mi padre tirado. Un par de agentes le gritaban en forma arrogante y la empujaban hacia atrás como a un animal, pero ella no desistía, quería estar a su lado para atenderlo. De repente, un calié la agarró de los cabellos y la golpeó fuertemente en la parte trasera de la cintura con una macana (a mi hermano Alberto le parece que fue con la culata de una ametralladora que la golpeó, segun él lo recuerda) y la obligó bruscamente (empujándola con fuerza hacia abajo por los cabellos como a un animal) a que se arrodillara en la acera al lado izquierdo de la entrada a la embajada, gritándole con arrogancia "arrodíllese ahí!".5 La forma en que trató a mi madre, como a un animal, cuando ella estaba desesperada ante su marido moribundo, ya herida de bala, es algo que nunca se borrará de mi mente, jamás. Ninguno de los agentes mostró ninguna misericordia; todo lo contrario, hacían desmanes y gritaban con arrogancia.
Tal como mi padre lo había previsto, las personas que trabajaban en el edificio de enfrente, y supongo que personas de otras partes, habían salido a la calle al oír los disparos. Había mucha gente en las aceras al otro lado y algunas gritaba desesperadas: “¡No los maten, asesinos, no los maten! ¡Son niños, no los maten, criminales, son niños!” Es muy posible que precisamente porque no era una embajada aislada, que gracias a todos esos testigos y al hecho de que los funcionarios brasileños salieron a reclamar, no ultimaron en esos momentos a los demás adultos para después no tener que lidiar con los sobrevivientes como testigos ante la opinión pública fuera del país.
Nos obligaron a todos a que nos arrodilláramos al lado de mamá. Alberto, cuyas dos heridas en el estómago eran de entrada y salida, por lo que la bala no se alojó adentro, pudo levantarse y unirse a nosotros lo que me sorprendió al ver que no estaba muerto. Alberto era muy inteligente y estaba muy informado para su edad por lo que me parece que pensó que si creían que estaba seriamente herido, se lo llevarían por aparte a dejarlo morir en algún lugar sin regreso o a ultimarlo, como hicieron con mi padre. Me contó recientemente que en el momento en que el calié le disparó, él atinó a moverse hacia un lado rápidamente, por lo que la bala no se alojó en el cuerpo sino que entró y salió, probablemente salvando asi su vida.
Mientras el caos alrededor continuaba, con los agentes dando órdenes y la gente en la acera gritando, nosotros llorábamos arrodillados y no dejábamos de mirar hacia papá que yacía con los brazos abiertos y el rostro deformado. Lo mirábamos fijamente como si todos esperáramos un milagro que le recompusiera el rostro de repente.
Los agentes (creo que todos eran calieses, pues no recuerdo haber visto a un solo hombre uniformado) sacaron el carro del recinto de la embajada y lo colocaron justo antes de la entrada como para hacer creer que nunca habíamos entrado en la embajada. Le pregunté recientemente a mi hermano Ricardo y él me dijo que él también vio cuando sacaron el carro y lo colocaron a la entrada. También le pregunté a mi madre, pero eso ella no lo vio, pues ella estaba concentrada en mi padre tirado en la acera. Le pregunté a mi hermano Alberto y él sí recuerda que sacaron el carro y lo colocaron a media acera. Recuerdo que después de que pasó todo el tiroteo, cuando ya nos habían sacado a todos a la acera, un par de funcionarios brasileños tuvieron el valor de salir de la embajada a reclamar, pero los agentes los ignoraban y hasta los empujaron un par de veces. También vi como dos hombres después recogieron el cuerpo de mi padre por los brazos y los pies y lo tiraron como un saco cualquiera en la parte trasera de un jeep militar que llegó y se lo llevó de inmediato.
Una tía mía que era enfermera (Divina) averiguó días después que todavía estaba vivo cuando llegó al hospital ese día. Yo la oí decirle a alguien en voz baja que cuando llegó lo sentaron en una silla amarrado hasta que dejó de respirar. No me lo dijo a mí personalmente ni oí el nombre de mi padre cuando lo dijo, pero al decirlo pocos días después de la tragedia, supuse por lógica que no podía tratarse de nadie más que de mi padre. En retrospectiva, tampoco me sorprende demasiado que él haya llegado vivo al hospital puesto que mi padre era un hombre sano, que nunca en su vida fumó, ni trasnochaba, ni abusaba del cuerpo. Recuerdo que estaba obsesionado con la buena salud y con una dieta balaceada para todos en la familia, rica en proteína, calcio, etc. y creía mucho en los deportes y en una vida activa.
Ya cuando estábamos en Brasil, Eugenio Cabral le declaró a la prensa que en el recinto de la embajada “gritaban ¡los malditos curas son los primeros que deben morir! y nos metían fuego”. Yo no oí eso (probablemente porque yo estaba gritando muy alto) pero, cuando le mencioné eso a mi hermano Ricardo, él me confirmó recientemente que él sí oyó lo mismo cuando estábamos en la embajada. Alberto también me dijo que él oyó eso.
Quiero reiterar aquí, enfáticamente, lo que yo sabía porque lo vi con mis ojos y que recientemente he confirmado de nuevo con mi madre y con mis hermanos: Que nuestro carro entró por completo dentro de la embajada, no quedó casi totalmente afuera como quisieron hacer creer los calieses cuando sacaron el carro. Tengo esperanzas de que algunas de las personas que miraban por las rendijas en las ventajas de la embajada salgan hoy públicamente a declarar lo que vieron: que nos vieron salir del carro a pocos pies de distancia de las ventanas. En cuanto a la gente que estaba en las aceras mirando, yo calculo, sin estar completamente segura, que para cuando la mayoría de esa gente llegó para mirar, los calieses ya habían sacado el carro, pero también tengo esperanzas de que alguno de los primeros que llegaron a la acera de enfrente talvez vieron a los calieses sacar el carro y espero que ojalá rindan su testimonio.
No puedo recordar cómo todos llegamos a la sala de emergencias de un hospital (supe recientemente que fue el Hospital Gautier). Sólo recuerdo que fuimos a parar allá donde también había otro caos, con las enfermeras corriendo de un lado a otro dando órdenes. A mi madre de inmediato le cocieron la herida de la muñeca ahí mismo parada y yo no vi que le pusieran anestesia pues mis ojos no se apartaban de ella. Le pregunté recientemente a mi mamá si ella recuerda que le pusieran anestesia y me dijo que no, pero ella estaba desesperada por saber qué hicieron con mi padre y no estaba atenta a nada más. Mientras la cocían, ella preguntaba desesperada: “¿Dónde está mi marido, se llevaron a mi marido, ¿dónde lo tienen?” Ahora sé que eran preguntas obligadas para dejar constancia y asegurarse de que otros quedaran informados de que había otro herido que no estaba presente para que no lo torturaran y lo terminaran de matar sin explicaciones. Creo que mi madre no quería reconocer en esos momentos que la herida de papá sería mortal por lo que no hubieran podido torturarlo.
Al rato, entró un señor alto, elegante con aspecto de extranjero. Mi madre lo vio como un salvador que había llegado del cielo porque pensó que era el embajador brasileño o alguien de la embajada. Ella empezó a contarle con tono desesperado: ” Se llevaron a mi marido y no sé dónde está. ¡Hay que averiguar dónde lo tienen!” El hombre la ignoraba. Ella le repetía lo mismo y él seguía ignorándola fríamente. Mi hermano Alberto lo reconoció como uno de los principales jefes de los servicios de inteligencia y le dijo al oído: “Mamá, no te ocupes, que ese es fulano de tal”. Por su condición actual, mi hermano no se acuerda del nombre. Él me lo había dicho, pero yo tampoco lo recuerdo. (Según me contó pocos años después, era un europeo, posiblemente francés, experto en torturas que había trabajado con los Nazis y que en esos años estaba al servicio de Trujillo.) En ese momento, vi como se nubló el rostro de mi madre y cayó en silencio. Con la mirada hacia el suelo, ya no decía nada, parecía abatida. Supongo que en ese momento se sintió completamente aislada y a la merced de los que acababan de acribillarnos.
Lo que recuerdo después es que mi hermano Héctor y yo, los dos únicos que no quedamos heridos, cruzábamos la ciudad a toda velocidad en un carro militar que se abría paso con una sirena. El carro salió de la ciudad y recorrió campo abierto por un rato. Llegamos a una especie de centro paramilitar apartado donde estaban estacionados bastantes carros que no eran militares. Después supimos que se trataba de La 40, el centro de torturas.
Deseo señalar que todos los carros que yo vi estacionados en el estacionamiento delantero de La 40, y eran bastantes, tenían todos el mismo color crema o talvez gris claro, todos de un estilo y tamaño similar a lo que sería hoy un Toyota pequeño o un Fiat 1100 de esos años. No recuerdo haber visto alguno con distintivos militares ni de policía, o sea que eran carros de la inteligencia. Sin embargo, no vi ningún Volkswagen, ni carro negro, los que todo el mundo asociaba con los calieses. Posiblemente estacionaban los Volkswagens en la parte trasera. Así que la gente estaba engañada y vivía al acecho de los Volkswagens negros sin darse cuenta de que también estaba operando otra escuadra de carros de la inteligencia más grandes. Supongo que yo soy una de las pocas personas que entraron en La 40 y que salieron con vida para contar ese detalle.
Allá nos sentaron en el salón principal en un par de sillas. Pasamos horas tras horas en puro silencio mirando hacia el frente. En retrospectiva, me doy cuenta de que los dos estábamos en shock. La preocupación principal que llenaba mi cabeza era cómo estaría mi papá. Con fantasía infantil me decía a mí misma que mi padre era capaz de sobrevivir cualquier cosa, pero también me asaltaba la imagen de su malísimo estado. Recuerdo que la única vez que le hablé a mi hermano fue para preguntarle: “¿Crees que va a vivir?” Héctor me miró pero no me contestó.
Pasamos el resto del día y parte de la noche sentados en ese centro en total silencio. De vez en cuando entraban y salían hombres, pero no había mucha actividad. En una ocasión, llegaron dos hombres de afuera cargando paquetes y uno llevaba en la mano el zapato que se le había quitado a mi padre cuando yacía en la acera. Supuse que en los paquetes talvez llevarían su ropa.
De
vez en cuando salía desde un pasillo un par de hombres fornidos,
descamisados, con una toalla colgada al cuello. Daban varias vueltas sin hablar por el salón en que estábamos como si se estuvieran relajando y luego se iban de nuevo por el pasillo. Era un lugar muy
silencioso. Las pocas personas que vi, todos hombres, hablaban en voz
muy baja. Sólo oía una gota gruesa de agua que caía lentamente el día entero como en una
bañera llena de agua. Pedí permiso para ir al cuarto de baño y me encontré
con que el cuarto de baño estaba hecho todo de vidrio transparente por los
cuatro lados, por lo que no había ninguna privacidad.
A eso de las tres o cuatro de la tarde, yo calculo, nos preguntaron si teníamos hambre, pero como estábamos como en shock, ninguno de los dos contestamos. Al rato nos trajeron dos platos de comida que en realidad se veía deliciosa pues yo no había comido nada desde el desayuno, pero mi hermano me ordenó “no toques la comida” y no lo hice.
Recuerdo que en la pared de enfrente, en el salón principal donde estábamos sentados, había una doble puerta (más cerca de la puerta principal de entrada). Recuerdo que muchas horas después estar ahí sentados, un hombre se acercó a la puerta, tocó la puerta para anunciar que iba a entrar y abrió la puerta. Me sorprendió ver a un señor ahí sentado tras un escritorio. Me sorprendió porque en todas esas horas no había escuchado un solo ruido de ese cuarto. En la red hay una foto del salón principal de La 40 y debo decir que ese salón se parece mucho al salón donde estuvimos sentados todo el día y parte de la noche. No se ve tan grande como yo lo recuerdo, pero sé que cuando uno es niño uno todo lo ve más grande de lo que es y así es como uno lo recuerda.
Mi madre me dice que Héctor les había contado a mis tías que lo habían interrogado. Le hicieron preguntas sobre contactos, nombres, actividades, conexiones. Lo que no sabemos ahora es si fue en el hospital o si fue al llegar o antes de salir de la 40. Yo no lo recuerdo pues en esas horas yo estaba atontada y todo mi pensamiento se centraba en mi padre. Mi hermano Héctor murió trágicamente en 1979 y hoy no puedo contar con su testimonio.
Ya de noche, nos metieron a Héctor y a mí en un carro sin decirnos nada. Fuimos a parar a una estación militar o de policía, sólo sé que estaba en plena ciudad. Ahí permanecimos mucho tiempo sentados en silencio en un cuarto grande. Había un escritorio y tras éste estaba sentado un coronel (me parece que le decían coronel). Hojeaba papeles y de vez en cuando daba órdenes en forma abrupta a soldados o policías que a veces entraban y salían.
De repente, creo que a eso de las nueve de la noche, entró un par de militares seguidos por mi abuela Josefa, la madre de mi mamá. Ella estaba tan pálida que al principio no la reconocí. Le temblaba todo el cuerpo. Mi abuela era una persona tímida, casera, dado que siempre fue ama de casa toda la vida por lo que la experiencia de que de repente la fueran a buscar en un "cepillo" del SIM obviamente la estremeció. Después nos contó que simplemente se apareció un Volkswagen negro frente a la casa, preguntaron por mi abuela y le dijeron escuétamente que tenía que ir con ellos a recoger a sus nietos sin decirle cuáles ni por qué. Supongo que como se trataba de una violación a una embajada o tal vez ya debido a las presiones de la embajada (las cuales se habían hecho sentir el mismo día), el gobierno decidió entregarle los niños a mi abuela ese mismo día.
Varias veces me he hecho la pregunta de que por qué nos llevaron a La 40 primero y no nos llevaron directamente a la estación en la ciudad si tenían la intención de entregarnos a la familia desde un principio. Es muy posible que el plan original no era entregarnos a la familia, pero tuvieron que cambiar de planes al hacerse sentir la presión de la embajada del Brasil ese mismo día y supongo que también por el aislamiento en que se encontraba el régimen debido al atentado contra Betancourt realizado un par de semanas antes, algo que llegué a saber mucho después. Talvez no querían complicar más la situación internacional del régimen puesto que el canciller que iba a presidir la reunión de cancilleres para dictar sanciones en contra del régimen trujillista (por el atentado contra Betancourt) era el canciller brasileño, Horacio Lafer (ver pag. Artículos).
Como mi abuela no sabía de qué se trataba, después nos contó que le saltaban en la cabeza todo tipo de preguntas mientras la llevaban al cuartel. ¿Cuál de sus hijos se había metido en problemas con el gobierno? Ninguno hacía política. ¿Qué error había cometido? ¿Estaría muerto?
El intercambio entre el coronel y mi abuela fue muy breve. Le preguntó en forma brusca: ”¿Estos son sus nietos?” Mi abuela asintió, casi no se le oyó la voz. Entonces el coronel le dijo en forma arrogante: “¡Pues, lléveselos! ¡Su padre ha cometido un grave error!”
Sin atreverse a decir una palabra ni a preguntar nada, mi abuela lentamente nos tomó del brazo y salimos del recinto militar. En todo el viaje a la casa no dijimos una sola palabra. Después mi abuela nos contó que mientras íbamos en el carro se hacía mil preguntas en la cabeza: ¿Qué tipo de error habría cometido mi papá cuando sabía que él era un hombre tan responsable y previsor? ¿Dónde estaba mi mamá? ¿Por qué yo tenía el vestido lleno de sangre? ¿Qué iba a pasar con su familia ahora?
Cuando llegamos a la casa de mi abuela, mis tías nos rodearon haciéndonos muchas preguntas, casi en susurro. Veía en sus ojos y en su forma de hablar que estaban muy asustadas. Ellas habían oído los rumores de que una familia se había asilado en una embajada y que habían sido acribillados, que había uno o dos muertos y varios heridos, incluyendo niños, pero nunca les había pasado por la mente que se trataba de sus propios sobrinos. Al quitarme el vestido mis tías notaron la pequeña herida que yo tenía en la espalda del roce de la bala fría. Mi tía Divina, que era enfermera, la examinó pero vio que no era casi nada. Recuerdo que yo estaba algo incoherente. Cuando mis tías me dijeron que me iban a quitar el vestido el cual estaba ensangrentado en toda la parte delantera (por la herida en la cabeza de mi hermano) y a ponerme otra cosa para que me acostara a dormir yo no quería que me lo quitaran y les dije "yo siempre duermo así". Mis tías se miraron perplejas.
Mi madre me contó después que algunos médicos en el hospital le decían que tratara de no curarse demasiado pronto o que fingiera estar más mal de lo que estaba por el golpe en la cadera para que no la sacaran del hospital. Me contó que el gobierno estaba loco por sacarlos del hospital antes de que el trámite diplomático del salvoconducto estuviera concluido y los asilados pudieran trasladarse directamente desde el hospital al aeropuerto. Los médicos, tales como el Dr. Julio Hazím y el Dr. Jana, hicieron todo lo posible para extender su estadía en el hospital y darle tiempo a los trámites de la embajada. En el hospital también trabajaban monjas que la atendían lo que hizo que mi madre no se sintiera tan aislada.
Por cierto, mi madre me contó recientemente que cuando le entregaron su cartera en el hospital, ella se dio cuenta de que la cartera tenía dos o tres agujeros de bala y me dijo en ese momento "una de esas balas pudo haberme matado." 6
El gobierno le había puesto un policía en la puerta del sala en que se encontraba mi madre y otro policía en la que estaban mis dos hermanos y Ligó. Los policías no permitían que ellos salieran de esas salas ni que otras personas entraran, con la excepción del personal médico, las monjas y, supongo, autoridades del gobierno. El embajador de Brasil exigió que removieran a los policías, lo que finalmente hizo el gobierno más o menos a los diez días (según calcula mi madre). Esto permitió que por fin mi madre pudiera ver a mis hermanos e interactuar con ellos. A mí me permitieron visitarla sólo una vez en el hospital, pero el momento no fue para mi madre de alivio sino de dolor ya que cuando me vio por primera vez, en un vestido gris de luto, fue que se dio cuenta de que ya no había esperanzas, que mi padre efectivamente había muerto y empezó a llorar sin consuelo mientras me abrazaba.
Cuando estaban en el hospital, agentes del gobierno le ofrecieron a Ligó Cabral dinero, casa y trabajo si firmaba un documento que le entregaron que declaraba que nosotros no habíamos logrado entrar en el recinto de la embajada, sino que los hechos violentos ocurrieron fuera de éste. Mi madre nos contó que le dijo firmemente a Ligó algo así como “si firmas el documento lo haces por tu propia cuenta, no por nosotros. Pero ten en mente que cuando salgas de aquí tarde o temprano vas a tener un accidente o vas a desaparecer”. Ligó no lo firmó.
Mi hermano Ricardo me contó recientemente que una señora que trabajaba en el hospital (talvez una enfermera, él no está seguro qué era) le indicó desde la distancia, por medio de señas con las manos, que no se dejara inyectar. Ligó Cabral no tuvo la misma suerte. Mi madre, Ricardo y Alberto (mis hermanos compartían la sala del hospital con Ligó) me contaron después que una noche un médico (según nos informaron después, se supo que era el hermano de un general muy conocido) se acercó a la cama de Ligó Cabral y le puso una inyección, por lo que Cabral empezó a tener convulsiones y hasta se cayó de la cama. Pidieron ayuda y otro medico le puso otra inyección, no sé si algún antídoto, le dieron atención de emergencia y lograron suprimir las convulsiones. Todo esto me lo contaron en Brasil mis hermanos Alberto y Ricardo quienes compartían la misma habitación con Ligó. Un amigo de nuestra iglesia, Guillermo García, nos ha contado que hace muchos años el Dr Julito Hazím había mencionado en su programa de television este atentado contra Cabral en el hospital y nuestro caso y que inclusive entrevistó a Ligó Cabral en su programa y que hablaron de eso. El Dr. Hazim fue uno de los médicos que atendieron a mi madre, a mis hermanos y a Ligó en el hospital Gautier, donde él hacía su pasantia. 7 Recientemente, el Dr. Hazim se refirió de nuevo a este atentado en el hospital. En la nota 7 al final de esta pagina pueden leer la cita textual de lo que el Dr. Hazim comentó brevemente el 11 de marzo, 2020).
Hay que ver la descarada hipocresía, tan común en ese régimen, puesto que hicieron ese atentado en contra de la vida de Eugenio Cabral ("Ligó") días después de que el canciller, los altos funcionarios del poder judicial y aparentemente el propio Trujillo fueron personalmente a la embajada de Brasil (el mismo día del atropello) a expresar su indignación y preocupación por la sangrienta agresión y a prometer "un castigo ejemplar" contra los agentes que nos balacearon (vean el primer artículo del Jornal do Brasil en la pag. Artículos). No solo eso sino que yo había oído a mi tía Divina decirle a alguien que Trujillo le había mandado a mi abuela su pésame por lo ocurrido, algo que Trujillo hacía cuando le era necesario lavarse las manos o cuando quería humillar con su hipocresía a la familia de las víctimas. Mientras tanto, en medio de todo ese despliegue de supuesta contrición en sus visitas a la embajada durante varios días y sus promesas de reparación, trataron de matar a Eugenio Cabral. Como podrán ver en la página titulada Artículos, desde principios de 1960 el SIM había dado la orden de disparar a matar a todo el que tratara de asilarse en una embajada y ese tipo de orden tan drástica en contra de las misiones diplomáticas de otros países sólo pudo haber provenido del propio Trujillo, el mismo Jefe que fue indignado a la embajada a prometer "un castigo ejemplar". No sólo él fue a la embajada "perturbado" por los hechos, sino también la plana mayor del Ministerio de Justicia.
El atentado contra Ligó Cabral puso a la embajada de sobreaviso. A raíz de varios incidentes, la embajada le exigió firmemente al gobierno dominicano que al final, cuando los heridos se hubiesen recuperado de las heridas de bala, tenían que entregarle a todas las personas que se habían asilado gozando de plena integridad física. Además, me contó una tía que la embajada colgó banderas brasileñas en las puertas de las dos salas en que se encontraban mi mamá y mis hermanos como señal de que estaban bajo la protección del gobierno de Brasil.
Mientras los heridos se recuperaban en el hospital, la embajada de Brasil y el gobierno de Brasil estuvieron negociando y tramitando el salvoconducto para que pudiéramos salir del país. El embajador Jaime de Barros vino a visitarnos a la casa de mi abuela así como al hospital acompañado por funcionarios de la embajada. Recuerdo haber visto los rostos llenos de alivio y calma en mis tías cuando el embajador se presentó donde mi abuela acompañado por varios funcionarios, como si de repente se sintieran respaldadas. Varios días después de asilarnos, el embajador le dijo a mi madre que no se preocupara porque estábamos bajo la protección diplomática de la embajada. Sin embargo, conociendo los antecedentes del régimen, mi madre dice que no podía sentirse totalmente protegida y casi no dormía de noche por temor a que la fueran a sacar del hospital de noche. Una monja le empezó a dar pastillas para dormir y le dijo enfáticamente que sólo aceptara pastillas de ella. Mis tías no nos dejaban a mi hermano Héctor ni a mí salir de la casa. Había un parque en frente de la casa, el Parque Ramfis, y una tía nos llevaba ahí dos o tres veces a la semana por una media hora, siempre manteniéndonos bajo la mira.
Gracias a nuestro caso, la dictadura se vio obligada a retirar a sus agentes de seguridad de las cercanías de las embajadas. Me han contado que después de esto, en ese lapso de 5 a 6 semanas entre nuestro asilo y el rompimiento colectivo de relaciones diplomaticas el 25 de Agosto, mucha gente logró asilarse y escapar de la dictadura. Esto no puedo confirmarlo personalmente porque yo era una niña y porque ese tipo de información no lo transmitían en los medios de comunicación. (Pueden leer sobre las falsas embajadas en la pag. Trujillo y las embajadas).
Para acortar este largo relato, he decido excluir otros hechos e incidentes que ocurrieron en esas semanas, algunos de los cuales he incluido en la página Mis recuerdos.
Casi al mes, el 4 de agosto, gracias a la insistencia y a la posición firme de la embajada brasileña asi como a la crisis internacional por la que atravesaba el régimen, pudimos salir del país. Una de las condiciones formales que le impuso el gobierno dominicano para darnos el salvoconducto fue que los asilados no podían hacer declaraciones públicas cuando estuvieran en Brasil sobre el gobierno dominicano ni sobre la situación interna en la República Dominicana. Esa mañana, llevaron a mi madre, a Ligó Cabral y a mis hermanos desde el hospital a la casa de mi abuela para que nos despidiéramos de la familia. Mi madre me contó recientemente que antes de montarse en el carro que los iba a llevar a la casa de mi abuela, ella miró hacia atrás y pudo ver que en todas o en la mayoría de las ventanas del hospital, en todos los pisos, había mucha gente observándolos partir por las ventanas. Me contó que la mayoría movían lentamente la mano en señal de despedida y apoyo. Cuando me contó eso recientemente, ese gesto de apoyo me conmovió mucho puesto que demuestra que en realidad no estaban tan aislados en el hospital como pensaban ya que nadie, salvo los médicos y un par de monjas, les hablaba. Supongo que los que miraban eran tanto los pacientes como el personal del hospital.
Toda nuestra familia (tíos, primos, sobrinos, etc.) se reunió en casa de mi abuela para pasar unas dos horas juntos con la idea de que pasarían muchos años sin vernos. Nadie se imaginaba entonces que a la larga dictadura, que se perfilaba como hereditaria, le faltaba tan poco por ser derrocada.
Funcionarios de la embajada brasileña nos acompañaron en el aeropuerto hasta que el avión despegó. En el aeropuerto se sentía una gran tensión por la presencía de los calieses, unos rondando y otros pretendiendo leer el periódico, mirándonos con expresión severa, pero nunca trataron de intervenir ni de causar problemas a última hora. Aún cuando ya estábamos en el aire, yo notaba la expresión tensa en el rostro de mi madre. Casi nadie decía nada. Años después me contó que ella todavía temía que algo pasara en el avión. Estoy segura de que por la mente de mi madre pasaban todas las preocupaciones e incógnitas de pensar en un futuro en un país extraño, un idioma diferente, con cuatro hijos, sin que se vislumbrara en el horizonte ninguna posibilidad de regresar por muchos años. Poco sospechaba ella entonces que en menos de un año, justo el día de su cumpleaños, el 30 de mayo, se acabaría la larga y oscura pesadilla que representó la dictadura latinoamericana más sanguinaria, terrorista y corrupta del Siglo XX.
* Si tienen interés, ver las aclaraciones y correcciones más abajo.
DOMINICANOS LLEGARON LLORANDO DEL TERROR
Según recuerdo, el hotel se llamaba Hotel Argentina, un pequeño hotel de unos cinco o seis pisos ubicado en el céntrico barrio llamado Flamengo. En dicho hotel había por lo menos unos 16 asilados dominicanos alojados cuando nosotros llegamos. Otros, todos ellos hombres solteros, vivían en otras partes, ya sin el apoyo económico del gobierno brasileño. Más adelante, llegaron dos grupos más de asilados dominicanos que se alojaron en el hotel. Yo no recuerdo a ninguno de los que llegaron después, pero mi madre sí recuerda a varios.
A las mujeres y a las familias que tenían niños, el gobierno brasileño generosamente les había extendido el período de alojamiento gratis. En dicho hotel conocimos a los tres hermanos Moreno (Alfonso, Pilía y Luis) de San Francisco de Macorís, a la familia González y Rojas compuesta por 7 u 8 adultos y 5 niños, a Gracita Díaz y a su hijo Nabú, entre muchos otros. Gracita Díaz permanecía casi todo el tiempo en su habitación porque tenía un problema con una pierna; mi madre recuerda que tenía una pierna o un pie roto. Entre los hombres solteros que no vivían en el hotel pero que venían casi todos los días a visitar y a traer noticias, recuerdo a Juan Miguel Román, a Mario Read Vittini, a Mameyón, a Taquitú y a otros cuyos nombres no recuerdo.
Había una familia compuesta por una mujer (Diana González) y sus dos hermanos, acompañados por su madre, su padrastro y una medio hermana de apellido Rojas que tendría unos 14 años a quien le decían Nené. Uno de los hermanos, al que le decían Bebé, se asiló con su esposa y dos niños pequeños. Luego en Río, tuvieron un par de bebés gemelos. Él y su esposa estaban siempre concentrados en atender a sus niños en su habitación y casi no salían. Diana era soltera. Ella le contó a mi madre que vivían en la Braulio Alvarez, antes de llegar a la San Martín.
En
esa azotea había un ambiente mezclado de solidaridad y nostalgia.
Mientras escuchábamos la música, algunos a veces reían en sus
conversaciones, la mayoria tenia rostros inexpresivos, otros lloraban y otros cantaban. Todos, con sus vidas
suspendidas en el vacío, parecían estar a la espera de algo
inminente y necesario que silenciosamente ansiaban que se materializara, algún
evento milagroso y decisivo que les permitiera regresar a un país
ya liberado para poder normalizar sus vidas. En la página titulada Trujillo y las embajadas describo más detalles sobre este grupo grande de asilados en Río.
Traslado a São Paulo
Casi exactamente a los dos meses de haber llegado a Río y al cumplirse el plazo de tiempo de alojamiento en el hotel de Río que el gobierno brasileño generosamente nos había concedido, mi familia se trasladó en tren a São Paulo, el centro industrial de Brasil, donde había mejores oportunidades de trabajo. Recuerdo algo extraño, pues en ese viaje en tren desde Río a Sao Paulo yo iba sentada al lado de la ventana mirando atentamente las vistas y experimenté eso que llaman "deja vu", es decir, todo lo que aparecía ante mi vista durante gran parte del viaje me dejaba la profunda sensación de que en definitiva lo había visto antes, muchas veces. Fue una de las sensaciones de esa época que nunca se me han olvidado.
La misión libremetodista a la que pertenecía mi abuela había hecho contacto con los misioneros de su denominación religiosa en São Paulo, Brasil. Uno de los miembros de la Iglesia Libre Metodista de São Paulo, el señor Cardoso, era un próspero empresario quien nos ofreció alquilarnos uno de sus apartamentos a un precio módico y a darles trabajo a mis hermanos. Fue gracias a la coordinación entre esos misioneros y esa iglesia, y especialmente gracias al señor Cardoso, que pudimos hacer esa transición a la vida independiente sin pasar por necesidades extremas ya que mis tres hermanos pudieron trabajar en los negocios del señor Cardoso durante el tiempo que vivimos en Brasil. Alberto trabajaba en una oficina del señor Cardoso y Héctor y Ricardo trabajaban en un taller de carros. Es verdad que, como es de esperarse en esa situación, vivíamos con lo básico necesario y que a veces lo que comíamos no era lo más nutritivo (especialmente después de que a Alberto lo mandaron a Estados Unidos primero y ya no contábamos con su salario), pero siempre tuvimos techo, ropa y comida, y estábamos rodeados de las grandes amistades que hicimos en el barrio de Jabaquara, en las afueras de São Paulo. En las primeras semanas mi madre lloraba practicamente todas las noches, pero gracias a las muchas amistades que hicimos en Jabaquara fuimos normalizando nuestra vida.
En esos años, la comunicación entre Suramérica y el resto del mundo era muy lenta y poco confiable. Recuerdo que las cartas entre mis tíos en Estados Unidos y mi madre tardaban dos o tres semanas en llegar y dos o tres semanas para contestarles. Naturalmente, no hubo ningún intercambio de correo con mis parientes en Santo Domingo. No teníamos teléfono en São Paulo, en realidad no recuerdo a ninguna familia de Jabacuara que tuviera teléfono, por lo que tampoco podíamos comunicarnos por ese medio. En fin, en Jabaquara nos sentíamos realmente aislados y alejados del resto del mundo, pero eso sí, rodeados de queridos amigos y vecinos de ese barrio, lo que para mi familia era muy importante. Creo que en esa época de limitados medios de comunicación entre regiones del mundo, ese aislamiento lo sentirían también los chilenos, argentinos y uruguayos, lo que para mí, personalmente, era una agradable sensación de distensión y un lejano y sano letargo, apartados de las tensiones políticas y militares del resto del mundo.
Yo recuerdo que en los primeros meses que vivimos en ese barrio, mi mente subconscientemente todavía no asimilaba la muerte de mi padre, a quien yo adoraba dado que había sido un padre cariñoso y protector, siempre presente en todas nuestras actividades, excepto cuando empezó a trabajar intensamente en contra de la dictadura. Recuerdo que en ese barrio de Jabaquara yo me había creado la fantasía infantil de que él en realidad había sobrevivido a las heridas, que de alguna forma se había curado y que quien estaba en el ataúd que nosotros velamos aquel día era otro. Esto era totalmente ilógico porque el día que lo velamos en mi casa sacaron a casi todos de la sala (yo incluida) y abrieron el ataúd para que mi hermano Héctor y mi abuela Angui reconocieran el cuerpo de mi padre, el cual sólo pudieron reconocer por las características de sus manos, otras partes del cuerpo y porque, además, le habían dejado puesto el anillo de matrimonio (probablemente porque se le habían hinchado los dedos). La cara de mi padre estaba totalmente tapada dado que estaba desfigurada. Todo esto me lo contó mi hermano Héctor varios años después. Pero cuando estaba en São Paulo, mi mente infantil temporalmente me borraba todo lo del velorio y el entierro. En fin, en las afueras de São Paulo donde nos mudamos, yo me había creado la fantasía de que mi papá todavía estaba vivo, que de alguna manera él había logrado escaparse y que se encontraba en algún lugar de la ciudad de São Paulo escondido, sólo esperando la oportunidad de salir de su escondite para unirse a nosotros. Cómo logró cruzar el océano y llegar hasta São Paulo por su propia cuenta es un milagro que sólo cabe en la mente de una niña de 11 años. Recuerdo que varias veces secretamente me iba sola a buscarlo detrás de algún muro solitario, en algún garaje vacío, en los lugares en los que él podría estar escondido observándonos desde lejos, talvez desde una de las lomas de Jabaquara, esperando el momento conveniente para salir y abrazarse con nosotros. Poco a poco esas búsquedas solitarias se fueron desvaneciendo, la nostalgia fue cediendo inconscientemente a las exigencias del entorno cotidiano, la presencia de mi padre en mi conciencia, quien fue el centro, el guía y el protector de nuestra familia, se iba alejando y con él perdía también mi infancia. Mi identidad estaba cambiando irreversiblemente sin yo darme cuenta. Atrás fue quedando una parte cercenada de mi vida que jamás pude volver a integrarla a mi ser. Por eso hoy, al escribir esto en estos momentos por primera vez, sólo puedo hacerlo llorando como si al expresarlo volviera de nuevo a la búsqueda inútil de aquellos días.
En São Paulo yo era la única que asistía a la escuela. Una de las cosas que más atormentaba a mi madre en São Paulo era que mis hermanos no estaban estudiando. El estudio y la preparación mental de mis hermanos era algo primordial para mi padre. Ellos trabajaban a tiempo completo de día en São Paulo y para cuando nosotros llegamos, el cupo en las escuelas nocturnas ya estaba lleno. A mi madre le aconsejaban que nos mudáramos a Estados Unidos donde las mujeres tenían mucha oportunidad de trabajar y donde las escuelas públicas tenían un nivel bastante alto. La Iglesia Metodista Libre de Estados Unidos nos hizo un préstamo para pagar por el vuelo de toda la familia a Estados Unidos y cuando ya estando en Estados Unidos vendimos la casa en Santo Domingo después de que cayó la dictadura, le pagamos a la Iglesia el préstamo que ellos generosamente nos habían hecho. Mi tío Horacio y mi tía Ligia nos ayudaron a conseguir la residencia en Estados Unidos y a ubicarnos.
Omito los siguientes años de la vida de mi familia, los cuales no fueron fáciles, para limitarme a los temas de interés para los lectores que investigan ese nefasto período de la historia dominicana y así no alargar aún más este extenso relato.
(Fin del relato de los hechos)
Traslado a São Paulo
Casi exactamente a los dos meses de haber llegado a Río y al cumplirse el plazo de tiempo de alojamiento en el hotel de Río que el gobierno brasileño generosamente nos había concedido, mi familia se trasladó en tren a São Paulo, el centro industrial de Brasil, donde había mejores oportunidades de trabajo. Recuerdo algo extraño, pues en ese viaje en tren desde Río a Sao Paulo yo iba sentada al lado de la ventana mirando atentamente las vistas y experimenté eso que llaman "deja vu", es decir, todo lo que aparecía ante mi vista durante gran parte del viaje me dejaba la profunda sensación de que en definitiva lo había visto antes, muchas veces. Fue una de las sensaciones de esa época que nunca se me han olvidado.
La misión libremetodista a la que pertenecía mi abuela había hecho contacto con los misioneros de su denominación religiosa en São Paulo, Brasil. Uno de los miembros de la Iglesia Libre Metodista de São Paulo, el señor Cardoso, era un próspero empresario quien nos ofreció alquilarnos uno de sus apartamentos a un precio módico y a darles trabajo a mis hermanos. Fue gracias a la coordinación entre esos misioneros y esa iglesia, y especialmente gracias al señor Cardoso, que pudimos hacer esa transición a la vida independiente sin pasar por necesidades extremas ya que mis tres hermanos pudieron trabajar en los negocios del señor Cardoso durante el tiempo que vivimos en Brasil. Alberto trabajaba en una oficina del señor Cardoso y Héctor y Ricardo trabajaban en un taller de carros. Es verdad que, como es de esperarse en esa situación, vivíamos con lo básico necesario y que a veces lo que comíamos no era lo más nutritivo (especialmente después de que a Alberto lo mandaron a Estados Unidos primero y ya no contábamos con su salario), pero siempre tuvimos techo, ropa y comida, y estábamos rodeados de las grandes amistades que hicimos en el barrio de Jabaquara, en las afueras de São Paulo. En las primeras semanas mi madre lloraba practicamente todas las noches, pero gracias a las muchas amistades que hicimos en Jabaquara fuimos normalizando nuestra vida.
En esos años, la comunicación entre Suramérica y el resto del mundo era muy lenta y poco confiable. Recuerdo que las cartas entre mis tíos en Estados Unidos y mi madre tardaban dos o tres semanas en llegar y dos o tres semanas para contestarles. Naturalmente, no hubo ningún intercambio de correo con mis parientes en Santo Domingo. No teníamos teléfono en São Paulo, en realidad no recuerdo a ninguna familia de Jabacuara que tuviera teléfono, por lo que tampoco podíamos comunicarnos por ese medio. En fin, en Jabaquara nos sentíamos realmente aislados y alejados del resto del mundo, pero eso sí, rodeados de queridos amigos y vecinos de ese barrio, lo que para mi familia era muy importante. Creo que en esa época de limitados medios de comunicación entre regiones del mundo, ese aislamiento lo sentirían también los chilenos, argentinos y uruguayos, lo que para mí, personalmente, era una agradable sensación de distensión y un lejano y sano letargo, apartados de las tensiones políticas y militares del resto del mundo.
Yo recuerdo que en los primeros meses que vivimos en ese barrio, mi mente subconscientemente todavía no asimilaba la muerte de mi padre, a quien yo adoraba dado que había sido un padre cariñoso y protector, siempre presente en todas nuestras actividades, excepto cuando empezó a trabajar intensamente en contra de la dictadura. Recuerdo que en ese barrio de Jabaquara yo me había creado la fantasía infantil de que él en realidad había sobrevivido a las heridas, que de alguna forma se había curado y que quien estaba en el ataúd que nosotros velamos aquel día era otro. Esto era totalmente ilógico porque el día que lo velamos en mi casa sacaron a casi todos de la sala (yo incluida) y abrieron el ataúd para que mi hermano Héctor y mi abuela Angui reconocieran el cuerpo de mi padre, el cual sólo pudieron reconocer por las características de sus manos, otras partes del cuerpo y porque, además, le habían dejado puesto el anillo de matrimonio (probablemente porque se le habían hinchado los dedos). La cara de mi padre estaba totalmente tapada dado que estaba desfigurada. Todo esto me lo contó mi hermano Héctor varios años después. Pero cuando estaba en São Paulo, mi mente infantil temporalmente me borraba todo lo del velorio y el entierro. En fin, en las afueras de São Paulo donde nos mudamos, yo me había creado la fantasía de que mi papá todavía estaba vivo, que de alguna manera él había logrado escaparse y que se encontraba en algún lugar de la ciudad de São Paulo escondido, sólo esperando la oportunidad de salir de su escondite para unirse a nosotros. Cómo logró cruzar el océano y llegar hasta São Paulo por su propia cuenta es un milagro que sólo cabe en la mente de una niña de 11 años. Recuerdo que varias veces secretamente me iba sola a buscarlo detrás de algún muro solitario, en algún garaje vacío, en los lugares en los que él podría estar escondido observándonos desde lejos, talvez desde una de las lomas de Jabaquara, esperando el momento conveniente para salir y abrazarse con nosotros. Poco a poco esas búsquedas solitarias se fueron desvaneciendo, la nostalgia fue cediendo inconscientemente a las exigencias del entorno cotidiano, la presencia de mi padre en mi conciencia, quien fue el centro, el guía y el protector de nuestra familia, se iba alejando y con él perdía también mi infancia. Mi identidad estaba cambiando irreversiblemente sin yo darme cuenta. Atrás fue quedando una parte cercenada de mi vida que jamás pude volver a integrarla a mi ser. Por eso hoy, al escribir esto en estos momentos por primera vez, sólo puedo hacerlo llorando como si al expresarlo volviera de nuevo a la búsqueda inútil de aquellos días.
En São Paulo yo era la única que asistía a la escuela. Una de las cosas que más atormentaba a mi madre en São Paulo era que mis hermanos no estaban estudiando. El estudio y la preparación mental de mis hermanos era algo primordial para mi padre. Ellos trabajaban a tiempo completo de día en São Paulo y para cuando nosotros llegamos, el cupo en las escuelas nocturnas ya estaba lleno. A mi madre le aconsejaban que nos mudáramos a Estados Unidos donde las mujeres tenían mucha oportunidad de trabajar y donde las escuelas públicas tenían un nivel bastante alto. La Iglesia Metodista Libre de Estados Unidos nos hizo un préstamo para pagar por el vuelo de toda la familia a Estados Unidos y cuando ya estando en Estados Unidos vendimos la casa en Santo Domingo después de que cayó la dictadura, le pagamos a la Iglesia el préstamo que ellos generosamente nos habían hecho. Mi tío Horacio y mi tía Ligia nos ayudaron a conseguir la residencia en Estados Unidos y a ubicarnos.
Omito los siguientes años de la vida de mi familia, los cuales no fueron fáciles, para limitarme a los temas de interés para los lectores que investigan ese nefasto período de la historia dominicana y así no alargar aún más este extenso relato.
(Fin del relato de los hechos)
Comentarios
Hice un gran esfuerzo por redactar los hechos que ocurrieron el día en que nos asilamos no en forma resumida ni tratando de analizarlos con la mente adulta que hoy tengo. Escribí lo que pasó tal como los eventos se iban registrando en mi conciencia a través de mis sentidos, con todos los detalles que sólo es capaz de describir un testigo directo. Lo hice así para que quede constancia material y detallada de lo que ocurrió momento tras momento en ese violento episodio tal como yo lo viví a mis once años. Por el tono desprendido en que traté de redactar los hechos en la embajada ese día, los lectores creerán que el tiempo se ha encargado de cerrar esas heridas, pero debo decirles que mientras escribía por primera vez lo que pasó en la embajada ese día, al enfrentarme de nuevo a ese pasado, lo hice llorando y cuando de vez en cuando leo esos párrafo vuelvo a llorar porque fue un episodio que me arrebató parte de mi humanidad y que transformó mi vida violentamente para siempre. Comparto esto porque no tengo por qué tratar de disimular estos sentimientos.
Deseo tomar esta oportunidad para expresar de nuevo el sincero agradecimiento de mi familia al gobierno brasileño y su embajada en República Dominicana, en especial al señor embajador Jaime de Barros y a los secretarios de la embajada, por haberle salvado la vida a mi familia, por sacarla del país sana y a salvo y por la generosidad de respaldarnos durante el período de transición para que mi familia no padeciera necesidad extrema. Estoy segura de que si a los dos meses mi familia no hubiera encontrado el apoyo de la iglesia y la misión en Sao Paulo, el gobierno de Brasil hubiera continuado brindándonos apoyo material hasta que pudiéramos valernos por nuestros propios medios, tal como lo hizo con otras familias que tenían niños. Deseo también agradecerle de nuevo al señor Cardoso y a su familia (aunque probablemente él ya no esté entre nosotros), a la iglesia evangélica en São Paulo y a la Iglesia Metodista Libre de Estados Unidos pues gracias a la ayuda de todos ellos mi familia pudo enfrentar la incertidumbre de encontrarse en un país extraño, sin conocer el idioma, sin un padre que velara por su familia. Gracias al hospitalario pueblo brasileño, a nuestros queridos vecinos de Jabaquara, quienes nos dieron su calor y su apoyo durante el tiempo que vivimos exiliados en ese gran país. Fueron gestos de solidaridad en momentos tan difíciles para los que no existen palabras de gratitud.
No puede faltar nuestro profundo agradecimiento también a los médicos, las enfermeras, las monjas y a los dominicanos que le dieron apoyo a mi familia en el hospital, arriesgando quedar marcados como sospechosos por los informantes que los rodeaban en un régimen tan violento e impredecible.
Fue también gracias a esa vital cooperación que mi familia se sintió protegida en el hospital. También a mi tía Ligia y mi tío Horacio que nos dieron su apoyo y prepararon todo para la transición a Estados Unidos.
Alguien escribió que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Esperemos que el pueblo dominicano no se haga acreedor de esa sombría sentencia llevándola a la práctica ya sea por indolencia o servilismo. Deseo que este testimonio contribuya a la memoria colectiva del pueblo dominicano para que nunca jamás se olvide ni se repita la inexcusable y sistemática opresión que sufrió ese pueblo durante los 31 largos años de terror, humillación y corrupción que nos impuso la dictadura trujillista.
Eva J. Abreu
Correcciones
y aclaraciones
Las siguientes explicaciones y aclaraciones las hago dirigidas más a los investigadores de la dictadura que tengan interés en el caso de mi familia y que necesiten contar con una mayor precisión.
Cuando yo escribí el largo relato anterior y se lo envié a un par de periodistas, yo me había basado únicamente en mis propios recuerdos de lo que vi y oí y en lo que hacía años me habían contado mi madre y mis hermanos en Brasil. Como lo había mencionado en la introducción, el episodio de la embajada se había convertido en un tema tabú en mi familia y muy rara vez hablábamos de eso. Cuando lo hacíamos, eran apenas un par de frases muy generales, nunca en detalle. Al escribir impulsivamente, no consulté con mi madre ni con mis dos hermanos. Por cierto, mi hermano Héctor murió trágicamente en 1979 y Alberto, mi hermano mayor quien vive en otra ciudad y quien era el que más sabía sobre lo que estaba pasando en esa época, sufre de PTSS (estrés post-traumático) y principios de demencia por lo que la comunicación con él es bastante limitada.
De repente un sábado, en forma espontánea, decidí por fin escribir el
anterior relato con todos los detalles pertinentes que yo recordaba. Lo
escribí, lo corregí y lo edité ese día y durante casi toda la noche.
Finalmente, la mañana siguiente, el domingo, se lo envié de inmediato a uno de
los medios de prensa del país. Sabía que si no lo hacía de esa
manera, de una vez por todas, sin pensarlo mucho, iba a seguir
postergando lo que yo consideraba que no debía esperar más por el
riesgo de que uno podría de repente pasar de esta vida sin cumplir
con ese deber.
Lamentablemente, ese sábado ni siquiera pensé en lo que podrían aportar mi madre y mis dos hermanos aún vivos en la creencia de que ya que todos sufrimos esa misma tragedia, sencillamente no tendrían nada diferente que contribuir. Esa presunción mía fue un gran error pues, rompiendo conscientemente el tabú de no hablar sobre el tema, en varias conversaciones que tuve con mi madre y mi hermano días y semanas después de haber enviado mi relato me di cuenta de que ellos habían visto y oído cosas que yo no vi ni oí. Inclusive, hasta muy recientemente, cada vez que hablo con mi madre sobre esos hechos, ella recuerda nuevos detalles, especialmente porque parece que ahora ya no le es tan traumático discutir lo ocurrido. A pesar de que a Ricardo no le gusta hablar del tema, yo insistía en hacerle preguntas cada vez que lo veía y también pude obtener detalles que él había visto u oído tanto en la embajada como en el hospital, detalles que yo no había notado y que no había incluido en mi relato original.
Después de
enviarle la edición final de esas memorias a la periodista Angela
Peña y después de estar su artículo ya listo para su publicación,
mi madre y mi hermano me fueron revelando aún otros hechos más gracias a las preguntas que yo les iba haciendo poco a poco, pues ellos se resistían a hablar abiertamente. Parte
del problema es que yo nunca les leí ni les enseñé mi largo relato de
los hechos porque sabía que para mi madre leer eso le sería muy
doloroso y mi hermano se resistiría a leerlo. A ella casi no se le puede hablar de ese día. Ellos solo contestaban en forma escueta lo que a mí se me ocurría preguntarles cada vez que nos reuníamos.
Ahora que hice este portal, decidí incluir toda la
información adicional que ellos aportaron y las aclaraciones más abajo porque deseo que quede documentado en estas páginas todo lo que nosotros podemos compartir antes de dejar esta vida y para que no vayan a crear dudas sobre la consistencia de mi relato con los hechos de
esos días.
Les
pido disculpas a los lectores (si es que han leído todo esto). No es
que le esté dando una importancia desmedida al caso de mi familia.
Quienes me conocen saben que yo soy una persona sumamente detallista
en todo, pero además, lo hago porque no quiero que por omitir detalles con el fin de simplificar esta documentación, los que defienden la dictadura vayan
a explotar cualquier pequeño vacío que puedan explotar con el fin de
tratar de desacreditar la información que he compartido en este portal como lo han hecho muchas veces en el pasado. Es para evitar ese abuso de los que defienden la dictadura que prefiero pecar por exceso, por lo que mi relato anterior y las siguientes aclaraciones parecen estar recargados de detalles que probablemente sean de poco interés para los lectores, a menos que sean investigadores.
Correcciones
y Aclaraciones
1– Originalmente yo había escrito que mis hermanos Alberto y Héctor asistían al Luis Muñoz Rivera y que Ricardo y yo asistíamos al Colegio Evangélico Dominicano. Creo que fue el mismo día o un par de días después de la publicación
del artículo en el periódico Hoy que mi madre me corrigió algo que yo
había asumido como un hecho. Ella me dijo que ese año ya Alberto no asistía al Luis
Muñoz Rivera ya que como él no era amigo de los estudios y la disciplina, tras varias advertencias del colegio, mi padre lo puso en
una escuela pública. Según mi madre, para julio de 1960 ya lo
habían sacado del LMR. Me dijo, además, que ese último año ya Ricardo estaba asistiendo al LMR y no al Colegio Evangélico.
En ese mismo párrafo tuve que hacer otra corrección al relato que les había enviado a varios periodistas: Cuando nos asilamos, mi padre ya no era auditor del Hotel Embajador como yo pensaba. Después de que leyó el artículo de Angela Peña, mi madre me corrigió: Él ya había renunciado a ese cargo con el fin de tener un tiempo más flexible para trabajar contra la dictadura.
Hago estas dos aclaraciones que parecen ser insignificantes sólo porque son correcciones que le hice al primerísimo párrafo del relato que le había mandado a Angela Peña y a otros periodistas. Este tipo de error es uno de los resultados de no haberles entregado a mi madre y a Ricardo mi largo relato para que lo leyeran antes de enviárselo a los periodistas. Como había señalado, no se lo entregué porque sabía que a ellos les sería muy difícil y desagradable leer dicho relato, especialmente a mi madre quien hasta hoy día no lo ha leído.
2– Cuando yo escribí mi relato la primera vez, yo tampoco había consultado del todo con mi hermano Alberto por las mismas razones (porque era un tema tabú), pero especialmente por su condición mental de que habla muy poco puesto que sufre de PTSS y tiene principios de demencia. Tampoco le había preguntado a mi madre sobre los detalles específicos de los momentos en que le dispararon a mi padre porque ese era un tema que del todo no se podía tocar con ella. Por lo tanto, yo escribí sólo lo que yo vi personalmente:
En ese mismo párrafo tuve que hacer otra corrección al relato que les había enviado a varios periodistas: Cuando nos asilamos, mi padre ya no era auditor del Hotel Embajador como yo pensaba. Después de que leyó el artículo de Angela Peña, mi madre me corrigió: Él ya había renunciado a ese cargo con el fin de tener un tiempo más flexible para trabajar contra la dictadura.
Hago estas dos aclaraciones que parecen ser insignificantes sólo porque son correcciones que le hice al primerísimo párrafo del relato que le había mandado a Angela Peña y a otros periodistas. Este tipo de error es uno de los resultados de no haberles entregado a mi madre y a Ricardo mi largo relato para que lo leyeran antes de enviárselo a los periodistas. Como había señalado, no se lo entregué porque sabía que a ellos les sería muy difícil y desagradable leer dicho relato, especialmente a mi madre quien hasta hoy día no lo ha leído.
2– Cuando yo escribí mi relato la primera vez, yo tampoco había consultado del todo con mi hermano Alberto por las mismas razones (porque era un tema tabú), pero especialmente por su condición mental de que habla muy poco puesto que sufre de PTSS y tiene principios de demencia. Tampoco le había preguntado a mi madre sobre los detalles específicos de los momentos en que le dispararon a mi padre porque ese era un tema que del todo no se podía tocar con ella. Por lo tanto, yo escribí sólo lo que yo vi personalmente:
Cuando nos sacaron de la embajada, yo vi a mi hermano Alberto y a mi padre tirados heridos fuera de la embajada, uno en la calle (cerca de la acera) y el otro en la acera, por lo que durante décadas yo había creído que a los dos los hirieron fuera de la embajada, pensando que posiblemente corrieron hacia afuera tratando de escapar a los disparos. Cuando mucho tiempo después de que Hoy publicara el artículo, por fin pude hablar con mi madre específicamente sobre la forma en que mataron a mi padre, ella me dijo que a mi hermano Albertico le dispararon al lado del carro y que a mi padre también cuando estaba tratando de defender a Albertico. Eso me lo confirmó mi hermano Alberto recientemente cuando por fin pude interrogarlo 4 o 5 veces por teléfono haciéndole muchas preguntas en diferentes conversaciones ahora que está más comunicativo. Alberto me dijo en su forma laconica que luego de que les dispararon, los arrastraron a los dos, heridos, fuera del recinto hacia la calle.
Repito que todos estos detalles y aclaraciones surgieron recientemente porque por fin decidí someter a mi madre a varios interrogatorios a sabiendas de que había que aclarar todos los hechos en la embajada de una vez por todas para poder dejar este testimonio lo más detallado posible. De esta forma, cuando desaparezcamos de esta vida, los que tratan de adecentar la dictadura tergiversando los detalles de este crimen no puedan inventar hechos para higienizar el asesinato de mi padre y el sangriento atropello contra mi familia en la embajada. Me duele decir que, efectivamente, dichos interrogatorios han afectado adversamente el ánimo de mi madre, como me lo temía, ya que le he notado síntomas de depresión días después de hacerle las preguntas.
Por cierto, en el relato que yo les mandé a los periodistas y que compartí con algunos familiares, yo no describí exactamente la condición de mi padre porque temía que mi madre llegara a leer dicho relato. Por eso sólo puse que su rostro estaba deformado, pero como ésta será la descripcion de los hechos que dejaré para siempre, deseo dejar constancia exacta de la condición de mi padre: Uno de sus ojos se le había salido de la órbita y le colgaba en la mejilla, esa es la realidad.
3- Cuando nos ordenaron a todos a salir del carro, yo me levanté de la posición agachada en que estaba y lo primero que vi fue a Ligó tirado en el asiento delantero, con sangre en la sotana, a un lado del estómago. Él tenía los ojos cerrados, por lo que siempre supuse que a él lo habían herido en el estómago. Como en mi familia nunca conversábamos sobre los hechos de ese día, no fue sino hasta recientemente que supe que a Ligó lo habían herido en la cabeza y no en el estómago. Aparentemente él se tocó la cabeza herida y luego se tocó la sotana, dejando en ella la mancha de sangre, lo que me hizo creer que era una herida. O talvéz esa sangre vino de la herida de mi padre, no sé.
4- Deseo
reiterar enfáticamente que yo no vi a ningún policía entre los
agentes que nos atacaron en la embajada o entre
los que estaban gritando y
empujando cuando nos sacaron. Les pregunté
a mi madre y a mi
hermano
Ricardo varias
veces y ellos me repitieron que no recuerdan haber visto a ningún
policía. Recientemente llamé de nuevo a larga distancia y hablé con Alberto y me dijo que él cree que hacia el final llegaron algunos policías, pero que los que nos atacaron a balazos, los que nos sacaron de la embajada y los que nos obligaron a arrodillarnos eran todos agentes vestidos de civil. Algunos de
los artículos de la prensa en Brasil hablan de “policías”, pero
como ellos no estaban familiarizados con la palabra “calié”, lo
interpretaban como “policía”, en el sentido genérico que se usaba para un agente
armado del gobierno, sea policía secreta o uniformada. A los que los dominicanos llamábamos "calieses", los latinoamericanos les llamaban "policía secreta". Por ejemplo, uno de los artículos que trata sobre
una entrevista que mi hermano Alberto
iba a dar en el hotel Argentina en Río de Janeiro, menciona que mi hermano tenía miedo de salir al lobby del hotel por temor a que
hubiera un "policía" de
Trujillo (ver página
Artículos
abajo)
se titula
Asilados temen a la policía
de Trujillo.
Dice
“policía” pero obviamente en el sentido de 'policia secreta' puesto que sería absurdo pensar que Trujillo mandaría a la capital de Brasil a policías
dominicanos uniformados a agredir a un asilado en un hotel de otro país.
Otros ejemplos los pueden encontrar en los artículos de la prensa brasileña sobre otros asesinatos o atropellos cometidos por calieses, como el caso de las hermanas Mirabal, en que no usan la palabra "calieses" ni "agentes secretos" para referirse a los esbirros que las mataron a palos, sino "policia segreda". Cito: ...do asasinato en 1960 das irmás Mirabal ( Patria,Minerva e María Teresa) a mans da policia segreda do dictador Rafael Trujillo...y todos sabemos que esa masacre no fue un operativo de la policía uniformada sino de los calieses del SIM.
5– En su artículo del 18 de mayo, 2013, Angela Peña escribió que un calié jaló a mi madre con un bastón. Eso dista mucho de lo que realmente pasó pues en la copia que le mandé yo había escrito que un calié agarró a mi madre por el brazo o la ropa y le dio un fuerte golpe con un bastón en la espalda al nivel de la cadera. A mi madre nadie la jaló con un bastón. Como yo no vi del todo el borrador del artículo de Angela Peña antes de que se publicara, no le pude señalar ese error. Debido a que yo salí del país a los 11 años y después de 1960 sólo he vivido un año en Santo Domingo, no uso exactamente las palabras dominicanas para muchas cosas. Yo usé la palabra bastón en el sentido de garrote, pero aparementemente en Santo Domingo sólo lo usan en el sentido de "caña" que usan los ancianos para caminar, el sentido que inevitablemente Angela entendió inocentemente, sin la menor intención de perjudicar mi relato. Además, cuando le comenté a mi madre sobre esa confusión de la periodista, mi madre me aclaró otro detalle importante que yo no había percibido: Que por donde el calié la agarró no fue del brazo ni de la ropa, sino que la agarró por los cabellos y que, luego, la golpeó en la espalda por la cintura con una "macana" (lo que yo llamo bastón). De hecho, Alberto recientemente me dijo que a él le parece que con lo que el calié la golpeó fue con la culata de una ametralladora. Como vi que a mi madre le pegaron por detrás, ella en realidad no pudo ver con qué fue que le pegaron fuertemente por lo que no descarto que fuera con la culata de una ametralladora. Hay que señalar que todo estaba ocurriendo muy rápido: Yo sé que el calié la agarró de alguna parte, pensé que había sido del brazo o la ropa, pero, naturalmente, mi madre sabrá más que yo por donde fue que la agarraron. También recuerdo que después de darle el fuerte golpe, el calié la empujó con fuerza hacia abajo (mi madre me dice que la empujó por los cabellos, sin soltarla) obligándola a arrodillarse como si fuera un animal gritándole “arrodíllese ahí!” Esto también lo recuerdan claramente mis dos hermanos. Todo esto lo hizo el esbirro ya estando mi madre herida de bala en la muñeca (ella, al igual que Ricardo, quedaron heridos dentro del carro en la marquesina de la embajada).
6- El hecho de que las balas hirieron a mi hermano Ricardo en la cabeza (él estaba agachado en el carro junto a mí) y a mi madre en la muñeca dentro del carro, que una bala me rozara la espalda y que la cartera de mi madre tuviera dos o tres agujeros de bala me indica que ellos siguieron disparando cuando ya estaban cerca o alrededor del carro, no sólo ciegamente desde la distancia. Mi padre le había puesto planchas de metal en la parte trasera del carro (era un station wagon) y en los lados también, de tal forma que, al estar agachados, estábamos protegidos de los disparos horizontales al nivel de las planchas de metal. La plancha que yo vi al montarme (la de atrás) era de más o menos un tercio de una pulgada de grosor. Mi madre me contó recientemente que también le habían puesto planchas a los lados, pero esas yo no las noté. Cuando llamé a Alberto rccientemente, él me confirmó que el carro llevaba planchas gruesas de metal (dijo que eran de acero) a los lados también, las cuales yo no noté. Debido a esas planchas, resulta imposible que las heridas de Ricardo y mamá, y los agujeros en la cartera de mi madre, fueran causados por los disparos a distancia ya que todos los que íbamos en el asiento trasero nos agachamos dentro del nivel de las planchas cuando mi madre dijo "agáchense todos y griten" en el momento en que empezó la balacera, por lo que nuestros cuerpos quedaron protegidos por las gruesas planchas de metal. Ricardo estaba agachado junto a mí, los dos teníamos la cara pegada al piso, y en ningún momento ví yo que él se levantara durante la balacera. De hecho, cuando tuve la última conversación con Alberto sobre el caso, le pregunté específicamente si él vio a los calieses todavía disparando cuando ya nos habían cercado y dijo dos veces que sí, que ellos hicieron disparos ya estando alrededor del carro. Por eso fue que mi madre gritó "abran las puertas o nos van a matar a todos". Luego, casi al final o después de la lluvia de balas, como los calieses seguían apuntando y exigiendo que saliéramos, mi padre le dijo a mi hermano que abriera la puerta, mi hermano Alberto abrió la puerta y ocurrió el forcejeo entre mi hermano y el calié, con el balazo contra mi hermano en el estómago. De inmediato, mi padre agarró al calié por una mano (la que tenía la pistola) y con un brazo por el cuello lo estaba controlando, cuando entonces otro calié le disparó a mi padre en la cabeza.
Por cierto, hoy todos ellos, mi madre y mis dos hermanos, todavía tienen las cicatrices de los balazos que recibieron.
Creo que con todas estas recientes consultas que les hice a las dos personas que sí vieron como fue que hirieron a mi padre en la cabeza (mi madre y a mi hermano Alberto, punto por punto, múltiples veces), sobre el forcejeo entre los calieses y mi hermano Alberto y mi padre, he podido aclarar los hechos que yo no vi y que no pude incluir en el relato original que les había mandado a Angela Peña y a otros periodistas porque, como lo había indicado más arriba, yo escribí mi relato original en forma impulsiva, redactando solo lo que yo vi y oí, sin pensar que mis hermanos y mi madre habrían visto otras cosas importantes, tal como llegué a saberlo cuando les empecé a hacer preguntas. Aclarar esto con mi madre y Alberto era algo que se tenía que hacer para que los defensores del régimen no vayan a llenar los espacios vacios a su manera con el fin de tratar de ir borrando los atropellos de los calieses como lo han tratado de hacer con otros asesinatos de la dictadura.
7- Recientemente el Dr. Julito Hazim comentó sobre el atentado contra Eugenio Cabral en el hospital Gautier. Don Julito se confundió cuando dijo que este caso de la embajada de Brasi ocurrió 1961 cuando en realidad ocurrió en 1960, casi un año antes del 30 de mayo de1961. Otro error de poca importancia es que no nos asilamos en una guagua sino en una camioneta cerrada.
Julito Hazim: “Eugenio Carlos Cabral (Director de la Defensa Civil) – Minuto 5:42
Julito Hazim:
“Eugenio Cabral en el 61, después de la muerte de Trujillo, él
era chofer de salud pública y entró en la embajada de Brasil en una
camioneta, en una guagua cerrada con tres o cuatro dominicanos” que
se asilaron ahí. Entonces los jardineros de la embajada eran agentes
del Servicio de Inteligencia Militar y en el jardín ametrallaron la
guagua. " (Min. 5:55, lo interrumpen) “Entonces, nos llevaron esa gente al
Gautier y en el Gautier un médico, también del Servicio de
Inteligencia Militar, le puso a Eugenio un medicamento que le dio
unas convulsiones y otro médico se dio cuenta y le puso el antídoto.
Entonces el embajador de Brasil se los llevó para Brasil a todos.”
-Minuto 6:38)
Carlos: “Pues la
cosa no era fácil entonces aquí, jardineros de espías, médicos
calieses…” -Minuto 7:10
Julito Hazim: “No,
yo veo ahí que están escribiendo dizque que Trujillo tenía sus
partes buenas y vainas de esas… Ahora es muy bueno hablar
pendejadas.”
Comentarios de
Julito Hazim – 11 de marzo, 2020 – Publicado en YouTube por Revista 110
A los que hayan
leído hasta aquí estas aclaraciones, les parecerá tedioso entrar
en tantos detalles y explicaciones. Pero tal como lo expresé en la
introducción a este portal, trato de dejar todo lo más claro
posible, en detalle, ya que a esta edad, en cualquier momento uno podría pasar a otra vida
y los testigos directos no estaríamos presentes para responder a las versiones interesadas de los defensores del régimen como lo han hecho con otras víctimas ausentes que ya no pueden contestarles, ahora que están tratando de maquillar los crímenes de la dictadura. Por eso, quiero dejar todo aclarado de antemano, a riesgo de cansar a los lectores, e incluyo en este portal también numerosos recortes de artículos sobre el caso de mi familia en la siguiente página (ver Artículos).
En el futuro, con más tiempo, voy a tratar de acortar estas aclaraciones.
Como último comentario, solo quiero recordarles a los lectores cuando ya hayan leído sobre este sangriento atropello en la embajada de Brasil, que debemos recordar a las decenas y centenares de familias campesinas que fueron asesinadas por los esbirros de la dictadura principalmente para quitarles sus tierras, por resistirse o sin resistirse, masacres en que mataron a familias enteras. Esas masacres también las hacían porque esas familias eran apenas sospechosas de haberles dado alimento o techo a los caudillos antitrujillistas de la década de 1930 o posteriormente a los expedicionarios, o sencillamente para escarmentar y sembrar el miedo entre los vecinos de la región. El terror que ellos padecieron no fue menos dramático que el que sufrió mi familia, probablemente fue todavía peor porque los mataban a todos, además de que en el campo sus gritos aislados se perdieron para siempre entre las siembras y los matorrales.
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